Vayan a cerrar la puerta
(De mi libro: A la sombra de una pirámide - Libros del Náufrago, 2013)
Hace
muchísimo tiempo hubo una época de gran sequía y hambre en Egipto.
Era entonces cuando Tyesh, Neheb, Uadynar y Sejemib, cuatro amigos
muy haraganes, mendigaban en la puerta de los ricos. Y eran tan
perezosos que cuando caminaban lo hacían con tanta pesadez
como
si un pie le pidiera permiso al otro para moverse. Y si les daban a
elegir, preferían pasar hambre a tener que hacer un esfuerzo mayor
de lo acostumbrado.
Un
día, sentados a las puertas de la residencia privada de una familia
rica y sin tener más nada que hacer que rascarse, el haragán de
Tyesh decía mientras contemplaba entre sus dedos un piojo recién
sacado de su cabeza:
-¡Aaaah!
¡Esto es vida! Mientras los sacerdotes se ocupan de los misterios
del cielo; los escribas copian antiguos papiros; los soldados
protegen las fronteras; los médicos curan enfermos; mientras los
artesanos construyen casas, fabrican muebles y los campesinos
trabajan de sol a sol arando, sembrando y cosechando, nosotros acá
sin hacer nada. ¿Qué más se puede pedir?
-
Y, si es por pedir -agregó el haragán de Sejemib-, yo por ejemplo
pediría un poco de comida.
-¡Eeeeh
-exclamó risueño Uadynar-, pero vos querés todos los lujos!
-¿Y
vos, Neheb, que callás? -preguntó Sejemib-. ¿Qué tenés para
decir?
-
Neheb no habla porque está en plan de ahorro de energías -explicó
Tyesh.
-
Es cierto -dijo Neheb-. Lo único que diré es que presiento que hoy
recibiremos algo.
-¡Los
dioses te oigan! -exclamó Sejemib-. Mi estómago anteayer murmuraba,
ayer pedía y hoy empezó a suplicar a los gritos. ¿Lo oyen?
-¡Ja,
ja! -rió Uadynar acercando la oreja a la barriga de su amigo-.
Parece el rugido de un león.
En
eso, se abrió la puerta de la lujosa residencia y una criada,
asomándose, los obsequió con una gran bandeja de comida deliciosa
que había sobrado de un banquete de la noche anterior. Los mendigos
agradecieron y llevaron el preciado obsequio a una casa abandonada
cerca de ahí donde por las noches solían dormir. Por el camino lo
pasaban de mano en mano porque ninguno quería cansarse demasiado.
En
la bandeja había una buena cantidad de carne de buey, que era manjar
de ricos, carne de pato y de gallina, pepinos, cebollas, dulcícimos
higos y dátiles y hasta pasteles endulzados con miel.
-¡Qué
manjar, eh! -exclamó Tyesh con la boca llena de pastel una vez que
se habían acomodado en el suelo y estaban disfrutando de la comida-.
Se ve que tuvieron un banquete diplomático.
-
Parece que están negociando con el Líbano para que nos venda madera
para los sarcófagos -dijo Sejemib.
-
Y para las puertas -agregó Tyesh, y señalando con su dedo grasiento
de carne de buey la puerta que había en ese lugar, dijo: "Como
esa que quedó abierta".
Entonces,
todos dirigieron sus miradas a donde había señalado su amigo, pero
la observación les entró por un oído y se les escurrió por el
otro. Ninguno se movió de su sitio. En cambio, siguieron dedicados
con entusiasmo a la tarea de masticar y tragar.
Al
rato, el haragán de Tyesh que tenía a su lado al haragán de
Sejemib, le dio un codazo y le dijo:
-
Andá a cerrar la puerta. Podrían robarnos la comida.
-¿Ahora?
No puedo, estoy comiendo –le contestó Sejemib -. Andá vos.
-
Pero ¿no se dan cuenta de que si alguien entra y ve todo lo que
tenemos lo tendremos que compartir? -dijo el haragán de Tyesh y
agregó sin dejar de comer: “Vaya alguien a cerrar”.
-
Bueno, entonces ¿porqué no vas vos? –respondió Uadynar.
Y
como estaba claro que ninguno de ellos iría a cerrar la puerta,
finalmente llegaron a un acuerdo: al que primero se le escapara una
palabra de la boca sería el que fuera a cerrar.
En
eso estaban, comiendo en total silencio, cuando una jauría de perros
hambrientos entró a la casa por la abertura de la puerta y empezó a
devorar el banquete de los mendigos. Ninguno se animaba a echarlos
para no tener que hablar y, dicho sea de paso, para no cansarse con
el esfuerzo. Los perros iban haciendo desaparecer la comida de la
bandeja y los hombres mirando con indignación pero sin decir esta
boca es mía. Cuando la bandeja quedó vacía, uno de los
perros
se acercó a un mendigo al que le habían quedado algunas migas sobre
la barba y empezó a comérselas, y sin querer mordió al hombre.
-¡Ay!
–gritó Sejemib dolorido.
Sus
compañeros, sin poder contenerse más, largaron la carcajada.
-¡Hablaste!
–exclamaron los haraganes -. Tendrás que ir a cerrar.
-¡Ja,
ja, ja, ja, ja, ja! –rió, feliz, Sejemib señalando la bandeja -.
¿Para qué cerrar si ya no nos queda nada?
Y,
dejando la puerta abierta, los cuatro haraganes se tendieron a
dormir, felices de no tener que haberse movido de su sitio.