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Había una vez un pirata,
un pirata sin cabeza,
hablaba hasta por los codos,
era toda una rareza.
¡¿Adónde está
mi cabeza
que no la
puedo encontrar?!,
gritaba a voz en cuello,
y se largaba a llorar.
Se llamaba Amargote,
rengueaba de una pata;
cuando tenía cabeza
era el más feroz pirata.
¡¿Adónde está
mi cabeza
que no la
puedo encontrar?!
¿A quién se le
habrá ocurrido
querérmela a
mí robar?
Si daba con un espejo,
¡ay!, trataba de recordar
cómo era él con cabeza
y le daba por gritar:
¡¿Dónde estará
mi cabeza?!
¡¿Cómo la voy
a encontrar?!
¡Sin cabeza es
muy difícil
que uno se
ponga a pensar!
La buscó por todas partes
pero nunca la encontró,
por eso es que para siempre
sin su cabeza vivió.
Ay mi coco,
mi marote,
ay mi linda
calabaza,
¿dónde estás
mi cabezota
que no te
encuentro en la casa?
El hueco sobre sus hombros
para nada le gustaba
y un día empezó a ponerse
toda cosa que encontraba.
Así se probó un zapallo,
una sandía, un jarrón,
un zapato medio viejo,
un soquete y un sifón.
Un plato con tallarines,
un colorido acordeón,
un licuado de bananas
y hasta un sabroso melón.
Me gusta cómo
me queda,
esta cabeza es
un sol,
se dijo frente al espejo
y se acomodó el melón.
Desde entonces al pirata
tan amargo como hiel
no lo llaman Amargote,
lo llaman Rocío de Miel.
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